Verdú, Vicente
No hay ningún libro como éste. En primer lugar, ya irán viendo línea a línea por qué, pero, en segundo lugar, porque aquí se tratan asuntos sobre los que no se tiene una «visión distinta». Una «visión distinta» requiere en la óptica una separación de unos veinticinco centímetros. Con una distancia menor, las cosas no se ven bien y se emborronan a tal punto que no se las distingue cabalmente. Como consecuencia, es probable que uno pase por ellas sin darse cuenta y al perder porte pierdan también su importancia. Porque ¿qué estimación damos al jabón, al peine, al pan tostado, a las sábanas, los calcetines, el papel higiénico, la bombilla, el pijama o el orín de todos los días? Serán significantes pero ¿pueden considerarse significativos? El domicilio, nuestro hogar, es una cámara de compresión donde se disfruta o se sufre con tal intensidad que hasta las paredes se resienten con nuestras emociones, olores y maldiciones. Sin casa donde acantonarse se vive como en las afueras de uno mismo y, aun sin perder el embalaje del cuerpo, faltará la guarida que hace las veces de un segundo envoltorio orgánico. ¿Cómo no referirse pues a este recinto que de un lado acoge nuestra identidad y de otro la plantifica sobre los muebles o las cortinas, los lloros, los ronquidos o las pestilencias? ¿Cómo no tratar esa insidiosa diferencia que necesitamos atribuirnos respecto a nuestros vecinos iguales y apostados en el mismo rellano? No hay ningún libro como éste. En primer lugar, ya irán viendo línea a línea por qué, pero, en segundo lugar, porque aquí se tratan asuntos sobre los que no se tiene una «visión distinta». Una «visión distinta» requiere en la óptica una separación de unos veinticinco centímetros. Con una distancia menor, las cosas no se ven bien y se emborronan a tal punto que no se las distingue cabalmente. Como consecuencia, es probable que uno pase por ellas sin darse cuenta y al perder porte pierdan también su importancia. Porque ¿qué estimación damos al jabón, al peine, al pan tostado, a las sábanas, los calcetines, el papel higiénico, la bombilla, el pijama o el orín de todos los días? Serán significantes pero ¿pueden considerarse significativos? El domicilio, nuestro hogar, es una cámara de compresión donde se disfruta o se sufre con tal intensidad que hasta las paredes se resienten con nuestras emociones, olores y maldiciones. Sin casa donde acantonarse se vive como en las afueras de uno mismo y, aun sin perder el embalaje del cuerpo, faltará la guarida que hace las veces de un segundo envoltorio orgánico. ¿Cómo no referirse pues a este recinto que de un lado acoge nuestra identidad y de otro la plantifica sobre los muebles o las cortinas, los lloros, los ronquidos o las pestilencias? ¿Cómo no tratar esa insidiosa diferencia que necesitamos atribuirnos respecto a nuestros vecinos iguales y apostados en el mismo rellano? Enseres domésticos evoca la vida del hogar poblada de en/seres (sujetos y objetos) que cohabitan en un continuo intercambio de influencias supuestamente menudas. De hecho, examinado el hogar someramente, no parecería que nos juguemos la vida en los componentes que por allí desfilan, tan comunes o habituales como una cama, un teléfono o un espejo, pero cualquiera sabe lo trascendente que acaba siendo todo aquello que se repite mucho. El domicilio acoge, día tras día, la médula de nuestra privacidad, el mundo que más nos duele o donde mejor se nos consuela. La casa es en apariencia una simple albañilería, pero al cabo actúa como un caparazón indespegable de la respiración. Si éste es un libro distinto (por su temática y su escritura singular) es también, a la vez, el más entrañado a lo común. En resumen, un logro asombroso. La mejor muestra, quizá, del talento, también muy distinto y distintivo, del autor.